lunes, 27 de agosto de 2007

Oratoria. Unidad I: La carga emotiva de la palabra

Cuando entendemos dónde está la hebra de la destreza de sorprender a alguien, de descolocarlo, de jugar con su capacidad deductiva, es cuando estamos comprendiendo acerca de nuevas y eficaces herramientas de persuasión. No nos mueve a la acción quien nos dice algo frío y lógico y hasta mal dicho: nos mueve a la acción alguien que nos sorprende, el que nos remece, quien nos conmueve, quien nos seduce. Puede ser una mujer, puede ser un predicador, un candidato a algo o una persona común y corriente como tú o como yo. ¿Se entiende? Es común encontrar en contextos audiovisuales como el cine o el teatro guiones llenos de momentos donde la resolución pasa por la palabra llena de fuerza dicha por un personaje. Quién no se ha emocionado al ver la arenga de Mel Gibson en la película “Corazón Valiente” a un grupo de desvalidos y aparentemente inferiores guerreros escoceses frente a un profesional y gigantesco ejército inglés. Es William Wallace quien al galope de su caballo les habla a sus compatriotas, compatriotas a punto de escapar a sus casas o escondites. Los llama a aprovechar esta gran oportunidad que tendrán en sus vidas. Les reconoce que pueden morir ese día, pero que también pueden ganar y gozar el resto de sus vidas por este acto de valor libertario, o bien sufrir pensando que tuvieron la oportunidad de enfrentar al opresor inglés y vencerlo y no la tomaron por temor. Es una arenga llena de valores: miedo y valor; vida y muerte; libertad y esclavitud; dicha y quebranto. Si la oratoria, como dice el estudioso José María Pemán, es la conciencia viva de un pueblo, se comprende que el orador, convertido en vocero de esa misma conciencia, se alce sobre la multitud y la interprete, la electrice y la azuce. El orador se yergue y se levanta sobre todos pronunciando su arenga. Plinio el Joven, admirando al orador ideal que conduce y arrebata al pueblo, lo describe asomándose al abismo de las masas, elevándose a las cumbres del ideal, navegando con el esquife de su palabra entre el horror de las tempestades, con las cuerdas crujientes, el mástil doblado y el timón retorcido, triunfando del viento y de las alas como un dios hercúleo y valeroso de la tormenta. Por eso tenemos que, en un reciente artículo de la revista de la Universidad de Navarra, de España, un catedrático de la oratoria sostiene que: “La palabra es siempre tinta transparente, instrumento y mediación y, como tal, sirve en el coloquio y en el lenguaje ordinario. En la medida en que la palabra se torna instrumento dócil del pensamiento y de la pasión que la mueven, transmitiendo y transparentando su cargo espiritual, en esa medida la palabra se transforma en vehículo de la elocuencia y el lenguaje se aúpa al orden supremo de la oratoria. Estimándolo así, Plutarco escribe que la palabra es un don de los dioses y que por medio de ella se esparce el espíritu sobre el mundo; y entre nosotros, Juan Fernández Amador asegura que el discurso en que la oratoria se refleja se dirige de un modo absoluto al alma y su fin no es otro que adueñarse de sus potencias”. Richard Biernay Arriagada

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